En estos últimos posts os he ido hablando de las películas que pertenecen a mi “prehistoria” personal, aquellas cuyo recuerdo persiste en los estratos más profundos. Pero también existen objetos, juegos…que adquieren con el tiempo un valor simbólico –probablemente compartido con muchos de vosotros–, que casi representan, por asociación, momentos históricos en nuestra memoria.
Uno de esos objetos fue para mí un tren eléctrico Ibertren, integrado en una inmensa maqueta. Estaba expuesto en un supermercado Coeba que había en Arganda del rey, donde compraban mis padres. Recuerdo que fue como ver un imposible, increíble mundo en miniatura (que, por supuesto, me pedí para reyes y que, por supuesto, no me trajeron…XD). Supongo que los coleccionistas de trenes, maquetas, miniaturas…encuentran, además del placer estético, una reconfortante sensación de poder, de control, o satisfacción de ese pequeño megalomaniaco que todos llevamos dentro; tal vez incluso con una función compensatoria de carencias en otros ámbitos.
El caso es que, después de dar bien el peñazo a mis padres, conseguí que me compraran un Talgo eléctrico (que salió malo, y cambiamos por una bicicleta ¡de ruedas macizas! –creo que no he vuelto a ver una de aquellas–, pero esa es otra historia…) No volví a tener uno, y siempre que veo alguno, recuerdo con nostalgia aquella impresionante maqueta.
Años después descubriría un juego de estrategia con miniaturas de plomo llamado Warhammer, cuyas partidas transcurren en escenarios muy similares a los que atravesaba aquel Ibertren…
Uno de esos objetos fue para mí un tren eléctrico Ibertren, integrado en una inmensa maqueta. Estaba expuesto en un supermercado Coeba que había en Arganda del rey, donde compraban mis padres. Recuerdo que fue como ver un imposible, increíble mundo en miniatura (que, por supuesto, me pedí para reyes y que, por supuesto, no me trajeron…XD). Supongo que los coleccionistas de trenes, maquetas, miniaturas…encuentran, además del placer estético, una reconfortante sensación de poder, de control, o satisfacción de ese pequeño megalomaniaco que todos llevamos dentro; tal vez incluso con una función compensatoria de carencias en otros ámbitos.
El caso es que, después de dar bien el peñazo a mis padres, conseguí que me compraran un Talgo eléctrico (que salió malo, y cambiamos por una bicicleta ¡de ruedas macizas! –creo que no he vuelto a ver una de aquellas–, pero esa es otra historia…) No volví a tener uno, y siempre que veo alguno, recuerdo con nostalgia aquella impresionante maqueta.
Años después descubriría un juego de estrategia con miniaturas de plomo llamado Warhammer, cuyas partidas transcurren en escenarios muy similares a los que atravesaba aquel Ibertren…